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Einstein y la figura luminosa del Nazareno

Foto del escritor: Oscar E. Santos A.Oscar E. Santos A.

Retrato de Einstein por Philippe Halsman, 1947.
Retrato de Einstein por Philippe Halsman, 1947.

Una noche, en Berlín, Einstein y su esposa estaban en una cena cuando uno de los invitados manifestó su creencia en la astrología. Einstein ridiculizó la idea como pura superstición. Otro invitado se levantó y denigró de modo parecido la religión. La creencia en Dios –insistió– era como una especie de superstición.


En ese momento el anfitrión trató de silenciarle invocando el hecho de que incluso Einstein albergaba ideas religiosas. –¡No es posible! –exclamó el huésped escéptico, volviéndose hacia Einstein para preguntarle si de verdad era religioso.


–Sí, puede llamarlo así –repuso este en tono calmado–. Trate de penetrar con nuestros limitados medios los secretos de la naturaleza y se encontrará con qué, detrás de todas las leyes y conexiones discernibles, sigue habiendo algo sutil, intangible e inexplicable. La veneración por esta fuerza que va más allá de todo lo que podemos comprender es mi religión. Y en cierta medida ciertamente soy religioso.


En una foto de estudio en Munich, a los catorce años.
En una foto de estudio en Munich, a los catorce años.

De niño, Einstein había pasado por una fase de éxtasis religioso, y luego se había rebelado contra ella. Durante las tres décadas siguientes tendería a no pronunciarse demasiado sobre el tema. Pero mas no menos a partir de los cincuenta años empezó a expresar con mayor claridad –en varios ensayos, entrevistas y cartas– su cada vez más profunda apreciación de su tradición judía, así como, de manera relativamente independiente, su creencia en Dios, si bien con un concepto de Dios impersonal y deísta.


Había probablemente muchas razones para ello, además de la natural propensión a reflexionar sobre lo eterno que suele darse a los cincuenta años. La afinidad que sentía por los demás judíos debido a su constante opresión hizo renacer algunos de sentimientos religiosos. Pero, sobre todo, sus creencias parecían surgir de la actitud de reverencia por el orden trascendente que había descubierto a través de su trabajo científico. Ya fuera al abrazar la belleza de sus ecuaciones del campo gravitatorio, ya al rechazar la incertidumbre de la mecánica cuántica, Einstein mostraba una profunda fe en el carácter ordenado del universo. Esto servía de base a su perspectiva científica, y también a su perspectiva religiosa. «La mayor satisfacción para un científico», escribía en 1929, es llegar a darse cuenta de «que el propio Dios no podría haber dispuesto esas concesiones de ninguna otra manera que de la que de hecho existe, no más de lo que habría estado en Su poder hacer del cuatro un número primo.»


Para Einstein, como para la mayoría de las personas, la creencia en algo más grande que él mismo se convertiría en algo definitorio. Produciría en él una mezcla de confianza y humildad, aligerada por una agradable sencillez. Y dada su proclividad a centrarse en sí mismo, serían estas dotes bien recibidas. Junto con su humor y la conciencia de sus propias limitaciones, le ayudarían a evitar la ostentación y la pomposidad que podrían haber afligido a la mente más famosa del mundo en ese momento de la historia. Sus sentimientos religiosos de reverencia y humildad informaban también su sentido de la justicia social, el cual le impulsaba a rebelarse ante las trampas de la jerarquía o la diferencia de clase, a evitar el consumo excesivo y el materialismo, y a dedicarse a los esfuerzos en favor de los refugiados y los oprimidos.


Un banquero de Colorado escribió que había recibido ya la respuesta de veinticuatro premios Nobel a la pregunta de si creían en Dios, y le pidió a Einstein que le respondiera él también. «Mi religiosidad consiste en una humilde admiración por el espíritu infinitamente superior que se revela en lo poco que podemos comprender del mundo cognoscible. Esta convicción profundamente emocional de la presencia de una potencia racional superior, que se revela en el incomprehensible universo, constituye mi idea de Dios.» –garabateó Einstein en una carta–.


Una joven que estudiaba sexto curso en una escuela dominical de Nueva York le planteó la cuestión de una forma ligeramente distinta: «¿Rezan los científicos?», preguntaba. Einstein se lo tomó en serio: «La investigación científica se basa en la idea de que todo lo que acontece viene determinado por las leyes de la naturaleza, y esto vale también para las acciones de las personas –le explicó–. Por esta razón, un científico difícilmente se sentirá inclinado a creer que los acontecimientos puedan verse influidos por una oración.»


Esto no significaba, sin embargo, que no hubiera un Todopoderoso, un espíritu mayor que nosotros. Como el mismo pasaría a explicar a continuación a la muchacha:


«Todo el que se dedica en serio a la actividad de la ciencia se convence de que un espíritu se manifiesta en las leyes del universo; un espíritu inmensamente superior al del hombre, y uno ante el que nosotros, con nuestros modestos poderes, debemos sentirnos humildes. De ese modo la actividad de la ciencia lleva a una clase especial de sentimiento religioso, que de hecho resulta bastante distinto de la religiosidad de alguien más ingenuo.»


"Un hombre perfecta y claramente erudito, imbuido de un conocimiento exquisito, sutil y elegante, empapado de la revolucionaria ciencia del cosmos", rezaba la dedicatoria hecha por su amigo Maurice Solovine en una dedicatoria de la Academia Olimpia. 1903.
"Un hombre perfecta y claramente erudito, imbuido de un conocimiento exquisito, sutil y elegante, empapado de la revolucionaria ciencia del cosmos", rezaba la dedicatoria hecha por su amigo Maurice Solovine en una dedicatoria de la Academia Olimpia. 1903.

Religión y ciencia para Einstein


Durante toda su vida, Einstein fue coherente en rechazar la acusación de que era ateo. «Hay personas que dirían que no hay Dios –le diría a un amigo–. Pero lo que de verdad me enfada es que se citen frases mías para respaldar tales opiniones.» [Einstein a Hubertus zu Löwenstein, 1941]

A diferencia de Sigmund Freud, o de Bertrand Russell, o de George Bernard Shaw, Einstein jamás sintió la necesidad de denigrar a quienes creían en Dios; lejos de ello, tendía más bien a denigrar a los ateos. «Lo que me diferencia de la mayoría de los llamados ateos es un sentimiento de absoluta humildad ante los inalcanzables secretos de la armonía del cosmos», explicaba. De hecho, Einstein solía mostrarse más crítico con los escépticos, que parecían carecer de humildad o de cualquier sentimiento de reverencia, que con los creyentes. «Los ateos fanáticos –explicaba en una carta– son como esclavos que todavía sienten el peso de sus cadenas cuando ya se han despojado de ellas tras una dura lucha. Son criaturas que –en su resentimiento contra la religión tradicional como «opio de las masas»– son incapaces de oír la música de las esferas.» [Einstein a un destinatario desconocido, 7 de agosto de 1941].


En un momento –explicaba– que prefería la actitud de humildad correspondiente a la debilidad de nuestra comprensión intelectual de la naturaleza y de nuestro propio ser. ¿Cómo se relaciona ese instinto religioso con la ciencia? Para Einstein, la belleza de su fe residía en que esta informaba e inspiraba su trabajo científico antes que entrar en conflicto con él. «El sentimiento religioso cósmico –decía– constituye el motivo más fuerte y noble de la investigación científica.» [Einstein, «Religion and Science», New York Times, 9 de noviembre de 1930.]


Más adelante, Einstein explicaría su visión de la relación entre religión y ciencia en una conferencia sobre el tema pronunciada en el Seminario Teológico de la Unión de Nueva York. Él ámbito de la ciencia –decía– consistía en averiguar cuál era el caso, pero no en evaluar los pensamientos y acciones humanos acerca de cuál debería ser el caso. La religión tenía el mandato contrario. Sin embargo, en ocasiones ambos empeños iban de la mano. «Solo se puede crear ciencia por parte de quienes se hallan completamente imbuidos de la aspiración a la verdad y la comprensión –añadía–. Pero el origen de este sentimiento proviene de la esfera de la religión.»


La charla daría lugar a titulares de portada, y su sucinta conclusión se haría célebre: «La situación puede expresarse por medio de una imagen: la ciencia sin religión está coja; la religión sin ciencia está ciega». [Einstein, discurso al Simposio sobre Ciencia, Filosofía y Religión, 10 de septiembre de 1941.]


¿Aceptaba la existencia histórica de Jesús?


Poco después de su cincuentenario, Einstein hizo una remarcable entrevista en la que se mostró más revelador de lo que se había mostrado nunca con respecto a su pensamiento religioso. La entrevista fue con un pomposo, aunque obsequioso poeta y propagandista llamado George Sylvester Viereck, que había nacido en Alemania, se había trasladado a Estados Unidos de niño, y luego había dedicado su vida a escribir poesía erótica bastante ordinaria, a entrevistar a grandes hombres y a expresar su complejo amor por su patria.

Tras haber realizado entrevistas a personas que iban desde Freud hasta Hitler pasando por el káiser, con las que a la larga publicaría un libro titulado Visiones de los grandes, logró concertar una cita para hablar con Einstein en su piso de Berlín. Allí Elsa sirvió zumo de frambuesa y ensalada de frutas, y luego los dos hombres subieron al eremítico estudio de Einstein.


En el estudio de su casa de Berlín.
En el estudio de su casa de Berlín.

Viereck empezó preguntándole a Einstein si se consideraba alemán o judío. «Se pueden ser ambas cosas –replicó Einstein–. El nacionalismo es una enfermedad infantil, el sarampión de la humanidad.»

–¿Debían tratar de asimilarse los judíos? – «Nosotros los judíos hemos estado demasiado ansiosos por sacrificar nuestra idiosincrasia para adaptarnos.»

–¿En qué medida se sentía influido por el cristianismo? – «De niño recibí instrucción tanto sobre la Biblia como sobre el Talmud. Soy judío, pero me siento cautivado por la luminosa figura del Nazareno.»

–¿Aceptaba la existencia histórica de Jesús? – «¡Sin duda alguna! Nadie puede leer los Evangelios sin sentir la presencia real de Jesús. Él personalmente palpita en cada palabra. Ningún mito está tan lleno de vida.»

–¿Creía en Dios? – «No soy ateo. El problema que ello entraña es demasiado vasto para nuestras mentes limitadas. Estamos en la situación de un niño pequeño que entra en una enorme biblioteca llena de libros en muchas lenguas. El niño sabe que alguien debe de haber escrito esos libros. No sabe cómo. No entiende las lenguas en las que están escritos. El niño sospecha vagamente que hay un orden misterioso en la disposición de los libros, pero no sabe cuál es. Esa, me parece, es la actitud de incluso el ser humano más inteligente hacia Dios. Vemos que el universo está maravillosamente dispuesto y que obedece a ciertas leyes, pero solo comprendemos esas leyes vagamente.»

–¿Era ese un concepto de Dios? – «Yo soy determinista. No creo en el libre albedrío. Los judíos creen en el libre albedrío. Creen que el hombre configura su propia vida. Yo rechazo esa doctrina. En ese aspecto no soy judío.»

–¿Era entonces el Dios de Espinoza? – «Me siento fascinado por el panteísmo de Espinoza, pero admiro todavía más su contribución al pensamiento moderno, puesto que él es el primer filósofo que trata el alma y el cuerpo como una sola cosa, y no como dos cosas separadas.»

–¿Cómo obtenía sus ideas? – «Yo tengo bastante de artista que dibujo libremente en mi imaginación. La imaginación es más importante que el conocimiento. El conocimiento es limitado. La imaginación rodea el mundo.»

–¿Creía en la inmortalidad? – «No. Y para mí, una vida es suficiente.»

Einstein pretendía expresar esos sentimientos con claridad, tanto para sí mismo como para todos aquellos que deseaban de él una respuesta sencilla sobre su fe. De modo que, en el verano de 1930, mientras se dedicaba a navegar y a reflexionar en Caputh, compuso un credo personal, «Lo que creo». Este concluía con una explicación de lo que quería decir cuando se calificaba a sí mismo de religioso:

«La más bella emoción que podemos experimentar es el misterio. Es la emoción fundamental que subyace a todo arte y ciencia verdaderos. Aquel que desconoce esta emoción, que ya no puede maravillarse y sentirse arrobado de sobrecogimiento, es como si estuviera muerto, como una vela apagada. Sentir que detrás de todo lo que podemos experimentar hay algo que no pueden captar nuestras mentes, cuya belleza y sublimidad nos alcanza solo de manera indirecta; eso es la religiosidad. En este sentido, y solo en este sentido, yo soy un hombre devotamente religioso.» [Einstein, «Lo que creo», escrito originalmente en 1930 y grabado para la Liga Alemana de Derechos Humanos; publicado luego con el título de: «El mundo tal como yo lo veo» en Forum and Century, 1930.]

La gente encontraría este texto evocador, incluso estimulante, y de él se reeditarían repetidamente toda una serie de traducciones a distintos idiomas. Pero no debe sorprendernos que no satisficiera a quienes deseaban una respuesta sencilla y directa a la pregunta de si creía o no en Dios. Como resultado de ello, conseguir que Einstein respondiera de manera concreta a esa pregunta vendría a reemplazar a la anterior obsesión por tratar de que explicara la relatividad en una sola frase.


Einstein y la figura luminosa del Nazareno


«Nadie puede leer los Evangelios sin sentir la presencia real de Jesús. Él personalmente palpita en cada palabra. Ningún mito está tan lleno de vida.» Einstein a George Sylvester Viereck, 1929.
«Nadie puede leer los Evangelios sin sentir la presencia real de Jesús. Él personalmente palpita en cada palabra. Ningún mito está tan lleno de vida.» Einstein a George Sylvester Viereck, 1929.


¿Qué podemos apreciar como expresaba Einstein, cuando leemos los evangelios? ¿Cuál era esa luminosidad que Einstein podía sentir en la figura de Jesús?

Recientemente estudiaba un análisis que nos ayudará a responder a esas preguntas. Una característica sorprendente de los relatos es que no nos dan una descripción de la apariencia de Jesús. Es inconcebible que una crónica periodística moderna de cualquier persona no nos diga algo de la imagen que transmitía o incluso lo que llevaba pesto. Es un hecho que vivimos en una época intensamente preocupada con la imagen y casi obsesionada con la apariencia. Sin embargo, en este caso todo el énfasis está, podríamos afirmar, no en la calidad de su piel, sino en el contenido de Su carácter. Y ese carácter era extraordinario.

Particularmente impresionante a los lectores a lo largo de los siglos, ha sido lo que un escritor llamó «una admirable combinación de diversas excelencias en Jesucristo». [Jonathan Edwars, «The Excellency of Jesus Christ»]. Es decir, en Él vemos las cualidades y las virtudes que por lo general consideraríamos incompatibles en la misma persona. Nunca pensaríamos que pudieran combinarse, pero como lo están, son sorprendentemente hermosas. Jesús combina gran majestuosidad con la mayor humildad, une el más firme compromiso por la justicia con asombrosa misericordia y gracia, y revela una trascendente autosuficiencia, pero confianza absoluta y dependencia del Padre Celestial. Estamos sorprendidos de ver ternura sin debilidad, valentía sin dureza, humildad sin incertidumbre, ciertamente, acompañadas por una altísima seguridad. Los lectores pueden descubrir por ellos mismos Sus inquebrantables convicciones, pero total accesibilidad, Su insistencia en la verdad, pero siempre bañada en amor, Su poder sin insensibilidad, integridad sin rigidez, pasión sin prejuicio.


Una de las combinaciones más contradictorias en la vida de Jesús, la de la verdad y el amor, se ve por doquier en los Evangelios. Entonces como ahora, las personas rechazaron y humillaron a aquellos que tenían creencias o prácticas que pensaban que eran malas o inmorales. Pero Jesús sorprendió a todos al estar dispuesto a comer con cobradores de impuestos, colaboradores de las fuerzas imperiales romanas de ocupación. Esto escandalizó a aquellos que podríamos llamar de «izquierda», los celosos contra la opresión y la injusticia. No obstante, también acogió y comió con prostitutas [Mat. 21:31-32], lo que ofendió a aquellos que promovían la moralidad tradicional y conservadora en la «derecha». Jesús de manera deliberada y tierna tocó a los leprosos [Luc. 5:13], gente que era considerada física y ceremonialmente contaminada, pero que deseaban con desesperación el contacto humano. También comió con los fariseos [Luc. 7:36-50; 11:37-44; 14:1-4], lo que mostró que no estaba prejuiciado hacia los prejuiciados. Perdonó a los enemigos que lo crucificaron [Luc. 23:34] y a los amigos que le fallaron en la hora de mayor necesidad [Mat. 26:40-43].


Ahora bien, aunque acogió sin reservas y se hizo amigo de muchos, Jesús sorprendió con su insistencia con dar testimonio de la verdad. Zaqueo, el despreciado cobrador de impuestos, quedó pasmado por el amor y la aceptación de Jesús, y, cuando escuchó Su llamado al arrepentimiento, dejó la extorsión que el gobierno respaldaba [Luc. 19:1-9]. Cuando Jesús se encontró con mujeres que eran consideradas sexualmente inmorales por la sociedad, las trató con tal respeto y misericordia que sorprendió a los que observaban [Luc. 7:39; Juan 4:9,27]. Sin embargo, con gentileza señaló a la mujer samaritana el desastre de sus muchas relaciones fracasadas con los hombres y la instó a encontrar la satisfacción que había buscado para su alma en la vida eterna que Él ofrecía [Juan 4:13-18]. En el conocido relato de la mujer sorprendida en adulterio, Jesús le expresó, en un instante: «Tampoco yo te condeno», y después le dijo: «Ahora vete, y no vuelvas a pecar» [Juan 8:11]. En este caso vemos lo contradictorio y al mismo tiempo la brillante combinación tanto de verdad como de amor, de pasión por la justicia y un compromiso con la misericordia. Él está lleno de gracia y de verdad [Juan 1:14].


El erudito del Nuevo Testamento Craig Blomberg explicó que las personas religiosamente respetables en los días de Jesús rehusaban asociarse o comer con los individuos que eran considerados pecadores, como los cobradores de impuestos y las prostitutas, por temor de llegar a estar moralmente contaminados por ellos. Su amistad y el amor se daba solo condicionalmente, a aquellos que se habían hecho a sí mismos limpios y puros. Pero, Jesús puso de cabeza el patrón social dominante. Con libertad comió con los social y moralmente marginados. Acogió y fue amigo de los impuros y los llamó a seguirlo [Mar. 2:13-17]. No temió que lo contaminaran; más bien, esperaba que Su amor saludable los impresionara y los transformara, y una y otra vez eso fue lo que sucedió. [ver Craig Blomberg, Contagious Holiness: Jesus‘ Meals with Sinners, (Santidad contagiosa: Jesús ‘Comidas con pecadores), 2005]

La luminosa figura del Nazareno…


Fuentes consultadas:

Einstein, Su vida y su Universo por Walter Isaacson

UNA FE LÓGICA por Timothy Keller

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